jueves, 17 de enero de 2013

La Testadura, una literatura de paso no. 29: El Experimento por Adilenne M HP, Así como si nada se pasea y ríe por Marcos de Luna, y Tarántulas por Moi Alatriste.

















El experimento


-¿Querés venir?
            -¿Qué? –contesté yo completamente aturdido.
            -Que si querés venir a mi casa.
Me quedé unos segundos sopesando la posibilidad. Sus labios carnosos y los enormes ojos ambarinos distraían mi mente que imaginaba todo un mundo de posibilidades. Al final, con un leve movimiento de cabeza, asentí.


Todos acá en el barrio nos conocemos hasta el color de los calzones (las mamás tan indiscretas cuelgan la ropa interior a la vista de todos). Pero cuando llegó Diana las cosas comenzaron a cambiar entre mis cuates y yo. Nos volvimos unos puercos tratando de adivinar las formas de Diana detrás de sus vestidos largos y suéteres raídos. Cuando salía para buscar una caja de tampones o unos jitomates para la comida, la observaba desde la ventana de mi cuarto en un segundo piso. Diana tenía un mes como máximo de haberse mudado al apartamento de enfrente y su casa y toda ella ejercían una curiosidad rayana en el acoso. El día que llegó, tropezó conmigo accidentalmente en el jardín y me pidió mandonamente que le subiera unas cajas. Cuando a los pocos segundos me gritó ‘¡Movete, pues!’ supe que era argentina. Ese día, (jamás lo olvidaré) traía unos shortcitos diminutos que dejaban ver el comienzo de sus nalgas y sus interminables piernas. Cuando terminé de ayudarle me dijo su nombre y me ofreció una limonada. Decliné y me fui corriendo a mi casa. Enseguida me jalé la verga tan rápido que temí por mi virilidad.
No había intercambiado ni una palabra más con Diana, pero se había convertido en tema frecuente para mí, aunque no viniera a colación. A Pepe y a David los tenía hasta la madre de la dichosa Diana, a la que no podían encontrarle ningún atractivo carnal.
            -¡Pero wey, está bien pinche flaca!
            -Además con sus ropas de abuelita… no entiendo cómo es que te pone tan caliente. 
Comenzamos entonces una disputa por ver quién tenía la suerte de verla en calzones, en shorts o en alguna otra ropa que no fueran sus faldas largas y suéteres. Al cabo de una semana y tras haberla espiado por más de tres horas, la vi salir de su casa en unos pantalones deportivos pegadísimos y proseguí a tomarle una foto con mi celular. A partir de ese momento, los pendejos de Pepe y David no pudieron evitar cogerse con el pensamiento a Diana por lo menos una vez al día.


Esa tarde estaba sentado afuera, en los escalones de la puerta de mi casa, fumándome un cigarro. Mis papás habían salido con mis hermanos a un parque y yo estaba castigado por mis malas calificaciones en la prepa. Desde varios días atrás hacia un calor insoportable que invitaba a quedarse dentro de la casa viendo la tele y con una coca en la mano. Neciamente, me instalé a fumarme mi bachicha con la esperanza de ver a Diana salir de su casa en falda o incluso en ropa interior. Cuando creía que la batalla estaba perdida, vi salir a mi musa de su hogar enfundada en unos shorts de jean medio deslavados y una camiseta mínima. Jamás creí que ella, tan puritana como se vestía siempre, tuviera semejantes trapos escondidos en el clóset.
Pero entonces la vi caminar como en cámara lenta, con los ojos fijos en mí. La sorpresa me congeló en mi sitio y casi no respiré hasta que la vi a veinte centímetros de distancia. Me sonrió y se sentó a mi lado como si nos conociéramos de toda la vida.
            -Hóla.
            -Hola.
            -¿Qué hacés acá?
            -Me fumo un cigarro. ¿Quieres uno?
            -No, no, es malo para la profesión.  ¿Te llamás Alfonso?
            -¿Cómo lo sabes?
            -¡Sos mi vecino!
Fruncí el ceño unos segundos mientras la contemplaba. Ella me sonrió débilmente y miró hacia su casa.
            -¿Trabajas?
            -Soy modelo. Pero ahora estoy en Servicio al Cliente. He venido por eso –la miré. Me miró unos segundos, como evaluándome y siguió-. Mi empresa está desarrollando un proyecto y necesitamos conejillos de indias.
            -Oh. ¿Y cómo entro yo en eso?
            -¡Vos podrías ser un excelente conejillo de indias! El experimento se hará mañana al mediodía en mi casa. ¿Querés venir?
            -¿Qué? 
            -¿Que si querés venir a mi casa?
Moví la cabeza afirmativamente, incrédulo ante mi buena fortuna. Ella se despidió con un beso en la mejilla. Al darse la vuelta me dijo que esperaba encontrarme allí y que la puerta estaría entreabierta para que pudiera entrar. Admito que esa noche no dormí imaginando mil escenarios que irremediablemente nos conducirían a su cama.


Me bañé y arreglé con más esmero, rogando porque Diana no se fijara en los hoyos de mi camisa. Faltaban cinco para las doce y la casa estaba vacía. Fingí un dolor de estómago para no ir a la escuela y mi familia se marchó a sus respectivos destinos. Tras sopesar que no podía dejarla esperando ni un minuto más, salí de mi casa sin cerrar la puerta. Crucé la calle y me detuve ante la puerta. Había una rendija mínima que separaba el exterior del interior. La empujé con la mano y cedió como si fuera de papel. Cerré esta vez con seguro y me di la vuelta. Frente a mí estaba un letrero enorme.

Por favor, quítese lo zapatos.
Continúe donde le indican las flechas.

Obedecí sin cuestionar las instrucciones ni preguntarme dónde estaría Diana. Un poco consternado, seguí hasta un pasillo donde había varias flechas de color azul y luego salí por la puerta que daba al jardín trasero. Empezaba a sentirme medio estúpido por dos razones: caminaba siguiendo unas flechas que parecían no llevar a ningún lado y porque no había rastro alguno de mi anfitriona. Llegué al final del jardín y vi una especie de casita de madera. En la puerta había una gran estrella de color azul. Me acerqué cada vez más encabronado y leí unas letras debajo de la estrella.

Bienvenido

Giré la llave y oí un chasquido. Entré tratando de ver algo, puesto que en la casita no se veía aparentemente ninguna luz. Cerré tras de mí y entonces contemplé una sola estancia cubierta de velas. El piso estaba alfombrado de color púrpura y había varios cojines desperdigados por el suelo. Parecía que alguien había estado allí antes que yo. En medio había algo, una especie de caja cubierta con una manta morada con estrellas. Creí que se trataba de algún truco barato de magia. Conforme me acerqué a la caja, que era bastante grande, vi un último papel. Me lo acerqué a los ojos y leí:

1.- Destape la caja con cuidado
2.- Póngase cómodo
3.- No derrame ningún liquido en la alfombra
4.- Al terminar, coloque de nuevo la manta y cierre la puerta.

Estaba a punto de largarme hecho una furia. No entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando y tampoco entendía porqué Diana me había pedido que fuera a su casa para semejante tontería. Pensé que tal vez todo eso era una broma y que Diana estaría grabándome escondida por ahí para enseñarles el video a sus amigos. Cuando ya estaba a punto de dar media vuelta, oí un gemido. Parecía venir de adentro de la caja. El corazón me latió con fuerza y ya había llegado hasta la puerta cuando lo volví a oír. Retrocedí. Tomé un extremo de la manta y la halé de un solo golpe. Solté una exclamación de sorpresa y observé la caja sin saber qué hacer.
Se trataba de una caja de cristal transparente. En su interior se hallaba Diana tendida sobre unos cojines y con la cabeza recargada sobre su mano. Sonreía mordiéndose el labio. Su cabello castaño le caía por sobre los hombros. Traía una falda rosada y una blusa chiquita que apenas le tapaba los senos. Al notar esto, sentí mi verga ponerse firme. Ella se rió al darse cuenta y se recostó en las almohadas. Vi sus brazos extendidos por encima de la cabeza mientras suspiraba y gemía quedamente. Movió un poco las piernas, abriéndolas y cerrándolas una y otra vez con un ritmo enloquecedor. Me moví un poco para ver mejor y descubrí unas bragas rosadas entre sus piernas. Sus labios rozaban la piel en sus brazos como hace un amante seductor. Sacó la lengua y se la pasó por los labios al tiempo que me miraba tan fijamente que sentí que me atravesaba el cerebro. Aquel gesto hubiera puesto caliente a cualquiera. Puse la mano sobre el cristal inútilmente, como tratando de tocar su cara. Ella se puso de rodillas mientras se acariciaba los senos y soltaba gemidos. Se tocó los pezones y se mordió los labios. Desesperado, traté de quebrar la caja con el puño. Diana rió e hizo un gesto con la mano que indicaba que eso estaba prohibido. Volvió a recostarse al tiempo que se levantaba la blusa, dejando al descubierto su vientre. Miré alrededor buscando algún objeto con el que romper la caja de cristal y tomar por la fuerza su cuerpo. Deslizó sus manos por sobre las piernas quitándose la ropa y los calzones. Detuve mi búsqueda y contemplé su cuerpo aterciopelado. Las manos pronto fueron hasta el sexo húmedo y contemplé extasiado como sus dedos iban de aquí a allá con pequeños toques. Aquello era como la mejor pornografía, pero no dejaba de ser distante: la caja impedía que cualquiera se acercara al objeto del deseo. Sus dedos se introdujeron en su carne una y otra vez, mientras yo me desabrochaba el pantalón y procedía con mi tarea, ya sin poder contenerme. Ella me vio y sus gemidos se hicieron más intensos. Vi su cuerpo moverse en espasmos, su vientre contraerse y su cara adoptar gestos de placer. Tras varios minutos, soltó gemido tras gemido y vi como cada músculo se contraía enloquecido. Entonces se detuvo abruptamente y sentí un líquido corriendo en mi mano. Estaba tan caliente que mi verga seguía parada. Ella se relajó tras unos instantes y sonrió. Abrió los ojos y volvió a taladrarme con su mirada ambarina. Se levantó lentamente y acercó el cuerpo hasta el cristal. Sus pezones se aplastaron y endurecieron en contacto con el frío material. Con una sonrisa burlona, compuso un beso que dejo su marca sobre la superficie, con esos labios carnosos y perfectos. La observé con el pulso acelerado. 
                                                                                                                 





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