“La Canadiense”
Casi la puedo ver tumbada en la
cama de hospital sin ganas de seguir los sueños frívolos escondidos en
lupanares. El cuerpo amoratado, el rostro cenizo, los párpados holgados y la
cabellera —que antes de enfermarse fuera rojiza— enmarañada en pelambres de
elote. ¿Dónde quedó la belleza, los labios mordisqueables y el maquillaje
definido? Se mira el escuálido cuerpo zambutido entre la sábana rasposa
severamente lavada en litros y litros de cloro. Sus tetas bajo la bata están
marchitas, los botones de rosa que tanto lamieron las bocas lascivas se hunden más
en la carne aguada. Su culo conserva la culpa de tanta podredumbre como también
las estrías que pasaron desapercibidas cuando era locamente deseado. La Canadiense vino desde muy lejos para
morir en una aburrida localidad de México.
Hubiera
querido verla en sus mejores tiempos, cuando se convirtió en una Sex-Star.
Cuando su belleza le alcanzaba para seleccionar a su clientela. Pero la codicia
llegó funesta para la puta que quiso ser reina de los congales en una ciudad sin
alcances. ¿Cómo puede ser infeliz el destino que hasta en el underground la
fama es efímera?
Decido
salir para desmitificar su presencia maldita, indagar en las sombras que la
arroparon en vida. Para lograrlo he estado fumando en demasía a la par que bebo
cualquier bazofia. Entrenamiento para el descenso, me justifico. Enciendo otro
cigarro, calo profundo para luego escupir un gargajo espeso. La garganta me
queda ardiendo, carraspeo con dolor. Termino la botella de tinto barato,
resiento el calor abrazante bajando por mi garganta, el estomago se incendia. Dejo
la botella en el piso y miro el cuarto hecho un asco; debe de verse tal como la
habitación donde te recogieron desahuciada. Tu enfermedad había menguado tus
fuerzas, te alimentaste en gran medida de licor y cigarros. Nadie más que los
inadaptados te visitaron esporádicamente. Quizás llevándote alguna porquería
para comer. Dos semanas después moriste en plena asepsia clínica. ¿Dónde
quedaron esos amantes que decían brindarte más que sus eyaculaciones? ¿Por qué
no soportaste con dignidad, coqueteando impúdica a la muerte, como lo hiciste
mientras pecabas? Dejo las meditaciones para cuando la ética me haga despreciar
la vida profana y me lance a la calle.
Apenas
cae la noche los bares y cantinas ya cuentan con varios borrachos que no
soportaron la ausencia de licor en la sangre. Procuran estar briagos antes de
que los vampiros y demonios abarroten los infiernos.
Comienzo
suave deteniéndome al borde del remolino penumbroso. El bullicio de un bar
ronronea consecuente atrapando parte de mi ser. Al ingresar de inmediato me
dirijo a la barra. Pido una cerveza al barman que me parece demasiado marica —aunque
él se crea muy masculino— con su camiseta entallada asfixiando sus músculos de
plastilina. Sonríe condescendiente al entregarme la botella. Se siente feliz el
imbécil, en una representación teatral de la noche. Fanfarronea con su baile
solitario, pide a gritos que lo miren, desea sentir la fama trivial destinada a
los intrascendentes. En las mesas las niñas gritan las letras de las canciones
fresas, ríen desinhibidas porque se sienten mujeres en un mundo sensual. Los
pendejitos las miran con deseo, se sientan con las piernas separas como si el
pene les estorbara, pretenden acaparar la atención, dominar la escena, hacerse
los machos. Cada uno de los presentes serían carnaza metros debajo de la
oscuridad. Pero eso no importa, busco a La
Canadiense.
Después
de un rato la cosa se complica ¡qué lejana está tu leyenda! Una de las niñas me
sonríe maliciosa, no presta atención a mi aspecto de rata enferma. ¿Así habrá
sido ella?, pienso prendido de la sonrisa pérfida. Sin pretensiones románticas
me invita a su mundo sin ataduras. Brindo de lejos con mi botella, ella hace lo
mismo. Sus compañeras reprueban la escena. Gesticulan con desagrado y reprenden
a la chica que ha dejado de mirarme. Salgo del bar con un vestigio muy lejano de
la inocencia perdida de La Canadiense.
Quizás en su país así inició el viaje hacia la profunda putería de su espíritu.
Percibo cierto cariño por la candidez sensual que pudiera tener en aquellos
años. Pero me excito al pensar que más tarde se descarnaría entre las sábanas.
Deambulo
entre bares. Todos mantienen una constante que pronto cierran las esperanzas de
encontrar más rastros, pues se tornan escuetos: las ansias indecisas, las
miradas pecaminosas reprimidas, el flirteo prohibido, el alcohol hecho
convivencia y nunca sepultura, las máscaras prevalecen sin aceptar al monstruo
que las posee.
Continúo
la bajada e ingreso a la primera cantina que encuentro. De repente siento caigo
en un vórtice dantesco. Hallo a un puñado de albañiles, su facha los delata: miserables
y sucios trabajadores sin más poder adquisitivo que para un vaso de caña pura.
Para ellos las cervezas son lujos que procuran hasta donde el hambre de su
familia les permite. Tragan el destilado festejando el final de una ardua
jornada, aunque el espíritu subyacente se encuentra derrotado y enfermo de
miseria anhelando morir con cirrosis. El ambiente hiede a sudor, meados y
tabaco. Los perfumes de las ficheras como orín de zorrillo fijan la pestilencia
del lugar. No obstante, el embrujo es inmediato. Las risas estruendosas, los
colores apagados, las miradas ensombrecidas, el bochorno de sal y genitales
rompen las defensas del moralista. A pesar de que momentáneamente exista náusea
nadie resiste revivir la etapa anal freudiana e irse sin haber satisfecho el
juego de la mierda. Me paseo como un fantasma entre las mesas. Escudriño las
miradas cristalinas de las viejas prostitutas, gordas y desdentadas, que miran
pasar las noches ya sin ilusiones. En una mesa tres putas de diferente
generación esperan insondables: una mira sin ver, otra tamborilea los dedos
sobre la mesa y la tercera se pellizca el escote quitándose las pelusas.
Me
tumbo en una silla y espero. ¿Qué te traigo?, expresa la mesera bofa con
minifalda de leopardo. Le pregunto por la hora en que inicia la variedad
mientras la tomo del brazo para que se siente conmigo. Acepta displicente, ya
no hay brillo en sus ojos, la rutina habrá corroído la esperanza
cinematográfica de “Pretty woman”. Saldrá de ahí y será como se ha mantenido hasta
ese día: con las patas abiertas por delante. Bajo su maquillaje barato adivino
su edad, similar a la que debería tener entonces La Canadiense. La cuestiono sobre si la conoció. ¡Huy! ¿Quién no?
si por aquí pasó, habla de ella con admiración. Su mirada se ciñe de recuerdos
que sólo ella pudiera revivir. Narra aspectos de una época mejor aunque en nada
discierne de la putrefacción humana. Se centra en la búsqueda de alivio con
alcohol y vaginas vivificantes. Me mira a los ojos para darse cuenta que soy veinte
años menor que ella. Tal vez se pregunte por qué ando de metiche jugando con la
ceniza. Sin embargo, la inusitada chispa del pasado ondea frente a su rostro
entre penumbras. Sigue hablando. Sé que su corazón debe de latir añorando el
regreso de ella porque su presencia fue sinónimo de bonanza sexual —y
económica— de los tugurios. Habrán caído perdedores buscando su calor pero al
ser despreciados habrán buscado otras nalgas donde refugiarse. Quizás esta
gorda cincuentona consiguió un amasio habitual, un cliente que con el tiempo
hubiese sido un lastre en su puta vida. De repente se queda callada. Parece que
no desea asesinar con sus palabras esos tiempos. Con toda la envidia del mundo
guarda para sí el último reducto de su felicidad olvidada. La pequeña y fugaz flama
en sus ojos se precipita al vacío. Entonces cambia de conversación.
Me
dice que en otro lugar hay una prostituta apodada “La Gringa” la nueva
sensación entre los congales. Lo dice con sorna como si nadie pudiera ni
debiera mancillar la reputación de la Gran Puta. Me da detalles de cómo llegar
al antro e insiste en preguntar qué voy a tomar. Su paciencia conmigo termina. En
ese momento yo hubiera decidido salir del pestilente lugar para ir en busca de
“La Gringa”, saber si pudiera ser la heredera de La Canadiense, no obstante, decido quedarme y le pido un cañazo
para no desentonar. Me quedo para revolcarme en la mezcla de los albañiles.
Una
de las ficheras, al parecer la más joven se sienta a mi lado. Cortésmente me
pregunta mi nombre. Me río de su educación, evidentemente mal utilizada por el
lugar en que nos encontrábamos. Hago señas a la mesera quién de inmediato
comprende que debe traer una cerveza. Poco a poco van llegando más clientes, ya
no son albañiles sino viejos alcohólicos que ya no pueden tomar otra cosa más
que caña. Se ve que algunos son clientes frecuentes porque las gordas de
inmediato se sientan a acompañarlos. Brindo con mi putita en varias ocasiones,
pido más cañazos y otras cervezas. Animado invito a otra fichera —mayor que yo—
a compartir con nosotros la alegría. Somos tres en una mesa que se traga
insaciable mi dinero y mis penas. Comienzo a besar a una de las ficheras.
Jugamos con nuestras lenguas amargas: somos esclavos compartiendo la tortura. Mientras
con una mano le agarro la pierna a la otra; sube caliente por su muslo pero es
detenida en el umbral de su sexo. Dejo de besar y giro para mirarla. Pa´ ti
también tengo, pa´que no te pongas triste, ella finge un puchero. Luego me atrae
hacia ella, me abraza carcajeándose en mi oreja. Mi cabeza ha quedado sobre sus
senos, los beso con ternura. Percibo un candor entrañable acompañado de un
aroma empalagoso fijado a su carne marchita. Quiero ser arrullado en sus tetas
eternamente e incrementar mi deseo por penetrarla pero sin conseguirlo nunca.
Morir de ansias, amarla con dolor en los huevos. Así debió oler ella. Así de
deseada debió estar.
Mi
visión se va tornando inestable. Mi alma está eufórica y las putas como hienas
olfatean mi incipiente decadencia. Había llegado la hora de ir a conocer a “La Gringa”.
Sin embargo, estoy prendado de los ojos melancólicos de la mujerzuela novata.
Siento lástima al notar los estertores de su esperanza. Todavía es demasiado
joven en el mundo de las tinieblas. Muestra la luz de su espíritu a través de
su mirada. Sé que con el tiempo evitará hacerlo porque aquí las sombras
asfixian cualquier chispa, como sanguijuelas chupan lo poco que queda de
vitalidad. Decido llevarla conmigo, inmiscuirla en la búsqueda. Le comento mis
planes, se entusiasma, cree que soy un salvador de almas; estúpidamente conserva
la ilusión del amor libertario. No obstante, pronto reconoce que está
imposibilitada de irse. Hay un cabrón que la regentea y no voy a confrontarlo —ella
lo sabe— no por una puta ilusa. No obstante, urde un plan para escaparse. Le
sonrío y ella me besa. Yo debería sentir compasión porque más tarde la dejaré
abandonada y tendrá que regresar con su padrote a humillarse, pero no lo
siento.
Salgo
de la cantina para abordar un taxi. Le digo al chofer que espere un poco.
Minutos después por una puerta aledaña a la cantina, a través de un pasillo
penumbroso distingo la silueta de la putita, como una rata se escabulle pero no
viene sola. La otra mujer con quien compartimos la mesa la sigue resuelta.
Ambas se suben al taxi. Adivino en sus rostros intereses distintos. Mientras la
primera se siente liberada, la segunda busca revivir un poco en la aventura. El
auto arranca rumbo a otro talud calamitoso. Por las ventanillas las estrellas
colman el cielo oscuro. Las luces de los autos relampaguean en mi mente alcoholizada.
El taxista por el retrovisor espejea los besos de lengua que comenzamos a
prodigamos. Aquí no caben los celos, no hay ataduras sólo complacencia
mezquina. Comienzo a caer en una modorra orgiástica. Al descender del taxi
siento en mis dedos la viscosidad vaginal de una de las putas y en mi nariz el
tufo de saliva y cebo de la piel de la otra.
Con
la inercia de la noche entramos a un lugar sin anuncios luminosos. El pasillo
es largo y ensombrecido, nos guiamos por una luz al final del túnel, apenas
insinuada por la rendija de una puerta. Al llegar ahí noto que se trata de una
cortina gruesa y pesada y no una puerta. Descubro la cortina y un mundo
subterráneo se abre ante mí: las puertas del infierno están abarrotadas. Y digo
las puertas porque indudablemente debe existir lugar más atroz que ese. No
obstante los rostros asesinos, las carcajadas siniestras, las miradas
depravadas y el diablo rondando entre las mesas aseguraban que era la antesala
del infierno. Allí nadie nota nuestra presencia, somos unos desgraciados más
entre la porquería. Nos sentamos en una mesa cerca de la pista de baile. Ahí no
hay música si no un ruido ensordecedor que los ebrios danzan con las güilas: un
rito satánico disimulado.
Abro
mi cartera y cuento todo el dinero que poseo; no es mucho. Llega un mesero
maricón para atender la orden. Solicito todo el alcohol que pudiera comprar con
el resto de mi dinero. Minutos después regresa con un pomo de Presidente,
cuatro cocas, hielo y seis cervezas. Alternamos las cubas con las chelas y así,
lentamente, me voy despidiendo de la represión de la conciencia. Esa es “La Gringa”,
indica la mayor de mis putas. Entonces la veo.
Ronda
las mesas solicitada por muchos borrachos y hasta alguna que otra manflora. Hechiza
con sus caderas, a cada paso su vaporoso vestido azul se eleva a la altura de
sus nalgas. La veo bailar seduciendo con sus giros, poniéndole la verga dura a
muchos. Temo que en cualquier momento todos esos desquiciados se lancen a ella
en medio de la pista y la devoren como caníbales. Misteriosamente la sangre
comienza a hervirme. El diablo me toma por los hombros mientras blasfema en mi
oreja. Me pongo de pie y camino hacia ella. La piruja baila con todos y a la
vez con su propia sombra. Sin darme cuenta, pronto me veo inmerso en el
aquelarre tribal. Estamos festejando a los pecados, haciendo de la lujuria la
diosa principal y “La Gringa” representa la suprema deidad. Giramos en torno a
su figura. Mis putas también se unen al rito. Comenzamos a besarnos como lo
habíamos hecho en el taxi. Detrás de nosotros unos tipos inician una riña,
nadie los toma en cuenta. Veo a matones con la pistola asomada en el cincho
bailando muy pegaditos con maricas y travestis. Mis sentidos se amplían, mis
ojos se abren a las llamas infernales: mujeres masturbándose entre sí en las
mesas más apartadas, hombres recibiendo sexo oral por sombras bajo las mesas,
madrizas sangrientas en los baños infestados de vómito, paranoia de adictos a
punto de hacerse mierda el cerebro. Doy un par de pasos hacía “La Gringa”,
deteniéndome a su espalda. La abrazo percibiendo su calor; el halo de su aroma
se apodera de mí. Se separa despacio y gira para quedar de frente. Noto que su
cabellera nunca ha sido rubia, su piel es clara pero no tanto, su rostro en
nada se compara con La Canadiense; la
supuesta heredera queda a deber. Sin embargo, su desempeño en el contexto, su
figura espectral entre las sombras, el efecto hipnótico de su cuerpo, la incitación
a la carnalidad emulan a la reina del prostíbulo. Una premonición rompe el
tiempo: tumbada en una cama de hospital “La Gringa” se muere. Su cuerpo
carcomido por el sida será el foco de infección de decenas.
El
deja vu fatídico aprisiona eternamente
el alma maldita de La Canadiense. Ahora
está ahí, frente a mí, reencarnada; reiniciando su ciclo. En la antesala del
infierno venderá su alma. Poseerá la
fama entre las pérfidas pirujas y el desenfreno de los caídos. Pronto traicionaría al diablo y saldría de
su pocilga. El éxito pactado le parecerá poca cosa. Entonces ascenderá,
tendrá en la boca el más dulce semen que la cubrirá de las frivolidades más
excéntricas, creerá haber triunfado. Pero su pacto nunca será olvidado y terminará
con la infección del chamuco en el culo.
Intenta
seducirme con su baile cachondo en medio de fluidos y pecados. Todo es carne
chamuscada evaporándose entre humo y alcohol… arrobado no resisto la invocación
de su hálito maldito y legendario.
Enzo la Loba
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